jueves, 4 de junio de 2009

Humphreis de la transición

Según parece, Franco no cataba la nicotina y detestaba que fumaran en su presencia. Tras largos años de continencia tabaquil en los consejos de ministros, no es raro que aparezcan Alejandro Rodríguez Valcárcel, Torcuato Fernández Miranda y Carlos Arias Navarro departiendo con aparente calma y sin fumar. O quizá era solo un gesto de cortesía ante el contertulio algo más bajito que tenían un poco arrinconado.

Pero llegó la Transición y todo se fue al garete: Suárez fumaba de pie, sentado, andando, en el Congreso, en el Senado, en cualquier comisión habida y por haber, en todos los sitios. Mal asunto, principalmente para él. Una prueba de que es una de las auténticas claves de la Transición es que fumaba con gente de izquierdas, de derechas y de centros, con nacionalistas y con no nacionalistas. Con todos. Don Torcuato parece estar pensando, al mirar ese cigarrillo: «No fumes tanto, Adolfo, no es bueno», pero él no hacía caso y seguía, erre que erre, esta vez con el (casi) eterno presidente que le sucedió en la Moncloa, y con Santiago Carrillo, que es caso aparte y del que hablaré más abajo. Pero antes fijaos en la expresión tensa de Jordi Pujol, que igualmente parece mostrar una cierta reticencia ante la imparable emisión contaminante de Suárez. ¿Qué pensaría don Jordi? Quizá algo así: «Presidente, no me fastidies con tanto humito y vamos al grano, que tengo una montonera de competencias pendientes en la cartera.»

De Abril Martorell podemos decir que era un tío elegante. Le he visto en varias fotos con un porte exquisito y sujetando el cigarro con un garbo digno de un actor cinematográfico. Aquí le vemos departiendo con Suárez (¿adivináis lo que llevaba este en la otra mano?) en la cafetería del Congreso, muy animados ambos. Imagino que en más de una ocasión se solventaron aquí, no en el Congreso, temas de trascendencia bajo el influjo de la algarabía, la relativa embriaguez y el casticismo de nuestros bares.

De tiempos de las ponencias sobre la Constitución es la siguiente foto: delante de una cohorte de gente del partido con camisas y barbas ya en franca decadencia, vemos a Peces Barba y a Luis Solana explicando algo a los periodistas. A primera vista parecen educados, pues solo están fumando algunos de los que tienen detrás. Pero mirad el cenicero: ¡dos puros habanos del tamaño de las torres KIO esperan pacientes en el cenicero la siguiente calada de sus dueños! ¡Santa María, cómo podrían respirar y pensar en esas habitaciones, no demasiado amplias, con todo ese humo! ¿Qué ejemplo estaban dando a los españoles, a los vascos y a las vascas? No me entra en la cabeza.

Incluso el partido que, se supone, más debía preocuparse por el pueblo y las gentes mostraba un desprecio casi absoluto hacia los ancianos. No hay más que ver a don Santiago riendo a mandíbula batiente mientras sujetaba su sempiterno cigarrillo, pero esta vez sentado junto a una mujer ya muy mayor, la señora Ibárruri. Si hubiera sido Julio Anguita, me hubiera dado la vuelta y le hubiera soltado: «¡Don Santiago, por favor, que le está echando el humo en la cara!»

Consecuencia de todo ello es que, del mismo modo que los actores de los cincuenta contribuyeron en gran medida a la expansión del espantoso vicio nicotiniano, nuestros políticos setenteros y ochenteros hicieron lo propio, actuando sobre una sociedad algo atónita que en algunos aspectos empezaba a despertar y acudía a depositar cierta papeleta a la correspondiente urna de cristal o de plástico. Y, por supuesto, ¡lo hacía fumando!