viernes, 9 de julio de 2010

Periquillo, o el niño elefante (III)

Caminaba yo escuchando a Kylie Minogue cuando se me cruzó por la cabeza la esplendente belleza de Alma Mahler, una mujer que se desenvolvía entre las cumbres de los hombres como pez en el agua: comienzan los besos y escarceos con figuras de la talla de Gustav Klimt; se enamora de Mahler... ¡Ah, Mahler...!

...se casa con él y con él tiene dos hijas; se cansa del sacrificio impuesto por la convivencia con un genio… idilio con Walter Gropius (sí, el de la Bauhaus)… Mahler sufre y muere al poco tiempo; Alma tiene un atribulado romance con Óscar Kokoschka, pero al poco tiempo vuelve con Gropius, lo que deja al pintor alemán algo tarado, hasta el punto de encargar con enfermiza meticulosidad una muñeca fetiche, una preciosa muñeca de trapo que no promete mucho, pero que quizá supo calmar su afán posesivo; Alma inicia pronto un nuevo idilio, con el dramaturgo Franz Werfel, con quien se casa tras divorciarse de Gropius. A partir de aquí, su rastro sentimental parece serenarse. Creo que debemos alegrarnos por ella, parece que finalmente encontró su camino.

La mujer se inquieta cuando atisba una sombra de duda en el deseo de su amante. La mujer toma su terrible decisión (siempre a oscuras) cuando entiende que su amante no le desea como y cuando ella estima adecuado. La mujer se marcha cuando entiende que el deseo ha menguado, y en ocasiones se excusa diciendo que el deseo había desaparecido.

Pero el deseo nunca desaparece. Va y viene como las tormentas, sube y baja como las mareas, engorda (a veces incluso revienta) o adelgaza (hasta casi la inanición) en una pulsión sin descanso, que dura hasta la muerte.

Hubo una época, allá por África en tiempos del Paranthropus Boisei, en que el macho de la manada, líder, elegía las hembras. Estas debían aceptar a las sucesivas advenedizas, jóvenes y esbeltas; pero pasado un tiempo, todas, ineludiblemente, se iban convirtiendo en hembras algo ajadas y de segunda. Siempre llegaba una más tersa. Esto era aceptado.

Hoy la mujer escapa ante la mínima sospecha. Ha sido educada para buscar denodadamente hasta conseguir lo que cree merecer. Afortunadamente para ella, lo suele encontrar. Desafortunadamente para los hombres, la balanza de fuerzas se ha desequilibrado por completo: a la mayor rapidez (que no profundidad) de pensamiento de la hembra se suma su connatural capacidad de realizar, concebir o pensar simultáneamente varias tareas, planes o vidas futuras: mientras él le cuenta su última ocurrencia en la terraza de un bar tomando unos calamares, ella asiente con aparente pero quizá falso interés, pues en realidad está: i) pensando en el tono que ha utilizado su jefa aquella mañana; ii) dándole vueltas a los comentarios salerosos que le está dedicando su compañero Julián, recién separado; iii) decidiendo cuándo va a quedarse encinta en caso de seguir con su novio; iv) eligiendo los muebles nuevos que van a poner en el comedor; v) observando en secreto la leve papada que empieza a asomarle a su novio...

¿Qué te parece? –me dijo Periquillo– Lo presenté para el trabajo de Educación sexual y sentimental. ¡La z... de la profesora me ha puesto un cero!

No me extraña nada, Periquillo, es muy machista. Eres un moro.

Y tú un gilipollas.

No hace falta que me insultes. Eres muy pequeño y no entiendes: el amor es espíritu, Periquillo.

El amor son glándulas y contrato social a partes iguales. Entiendo mucho más que tú, listillo.

–Espíritu y libertad, te digo. Mismamente mi espíritu vaga libremente muchas noches por la terraza, en busca de no sé qué.

–Habláis de la libertad como si fuera un tótem, pero olvidáis que el 95 % de los hombres no saben utilizarla; en cuanto a las mujeres, quizá una entre cien sea una estimación optimista.

No puedes andar diciendo esas cosas por ahí, animal.

Prefiero ser un animal a ser un sonámbulo. La libertad solo os ha servido para añadir confusión, caos y desconcierto.

–¡Bruto!

–Imbécil.

No tienes ninguna sensibilidad.

Quizá más que tú, aprendiz barato de Goethe. Si supieras lo trasnochado y ridículo que resultas…

Esto último me hirió un poco; procuré mantener la sangre fría. Siguió:

Eres un cretino idealista. Ni siquiera me pareces buena persona.

Déjame tranquilo, Periquillo, tranquilo.

Y marché calle abajo sin decir más, tenía cosas importantes que comprar en el Caprabo. No estoy para aguantar sandeces. Oí en la distancia farfullar una mezcla de insultos y súplicas para que le sacara de ahí o, al menos, le encontrara una cabeza. ¡Va listo!