En estos
tiempos de zozobra creciente por una amenazante crisis ambiental global en
ciernes, más una crisis migratoria que solo puede ir a más, más la segunda crisis
económica del siglo —multiplicada por la pandemia— que nos ha dejado tiritando, siento una inquietud creciente
a cuenta de la revolución digital que se ha colado mucho más
silenciosamente que todo lo anterior y que, de repente, parece que se ha
plantado delante de todas nosotras/os para decir «¡Aquí estoy, no trates de
ignorarme porque he venido para quedarme, pequeño ingenuo!».
Alessandro
Baricco sabe mucho más de esto que la mayoría, y en dos de sus libros (Los
bárbaros y The game) expone sin dramatismos varios aspectos de la
revolución digital. Con todas las reservas y siendo muy consciente de los
peligros, el tono general de sus libros es de optimismo, de aceptación de esta
nueva forma de entender la realidad que nos plantea la digitalización. He leído
los libros, los he disfrutado, creo que tienen grandes hallazgos, y sin embargo
mi inquietud ante la avalancha digital es creciente. Por varios motivos.
Por supuesto,
como vosotras, siento inquietud por el posible acoso que mis hijas o tus sobrinos
puedan sufrir a través de sus dispositivos móviles. Y también, como vosotros,
siento inquietud por todas esas niñas, todos esos adolescentes y
preadolescentes que, sin control parental de ningún tipo, están abandonados a
su suerte en la selva digital y dedican prácticamente todo su tiempo libre al
aparato táctil, con grave perjuicio de su rendimiento académico y, mucho peor
aún, sujetos a brutales oleajes sentimentales derivados de la ausencia o
abundancia de likes, corazoncitos, manitas hacia arriba/abajo,
emoticonos, etc., cada vez que suban una foto o vídeo a las redes.
Y, como
vosotras, siento gran inquietud por toda la gente que muestra a las claras un
comportamiento adictivo ante las nuevas pantallitas rectangulares, cada vez más
lindas, cada vez con más cámaras y más posibilidades. Es difícil resistirse a
ellas, lo sabemos, pero también vemos que tienen un lado oscuro porque las
clínicas de desintoxicación digital son una realidad creciente.
Siento una
gran inquietud por lo anterior y por cualquier otra «crítica fácil» que podamos
hacer, pero creo que el tema es demasiado peliagudo para quedarnos solo en las
calorías extra que nos aporta la Coca-Cola. Creo que hay que tratar de encarar
el tema de la dieta digital desde un enfoque mucho más amplio. Pero claro, no soy
un experto, así que estos breves párrafos no son más que pinceladas, más bien
torpes.
- ¿De qué modo, cómo, cuándo y de qué manera se ha informado a la gente de,
digamos, más de 70 años de lo que tienen entre manos cuando manejan, muchos de
ellos torpemente, un dispositivo móvil? Porque, más que utilizar los dispositivos, veo que se les ha
impuesto, y no han tenido otro remedio. ¿Realmente alguien cree que un móvil
(o celular) está concebido para unos dedos con principios de artritis, para una
capacidad visual y auditiva disminuida y para un pulso más bien incierto, como
tiene mucha gente mayor? Les hemos dado a la fuerza una herramienta
potentísima para la que muchos de ellos no estaban preparados, y aunque los más
voluntariosos se han puesto manos a la obra y se dan maña con ella, no lo olvidéis:
ha sido una imposición, muchos de ellos jamás hubieran tocado un aparatito si
no fuera porque, por ejemplo, es en muchos casos el único modo que tienen de
ver a sus queridas hijas y nietos. Creo que es un gesto feo, que entiendo
inevitable en un mundo globalizado donde la aldea, el pueblo o la pequeña
ciudad han sido sustituidas por una sociedad atomizada pero hiperconectada.
- En
el otro extremo, ¿de qué modo, cuándo y de qué manera se ha instruido a las niñas
y niños a los que se presta, se regala o se cede un dispositivo? Porque no
se percibe instrucción en ningún sitio, solo un número creciente de niños
pendientes de los destellos de su aparato. Cada vez niñas y niños más pequeños
andan enfrascados en su mundo digital, por ejemplo, subiendo fotos y vídeos
graciosos, sugerentes o abiertamente «sexis», por más que las psicólogas/os
infantiles vienen advirtiendo de los peligros que ello conlleva. En el
suplemento de EL PAÍS del pasado 18 de abril había un artículo sobre nuevos influencers
multimillonarios, muchos de ellos de corta edad (varios menores de 10 años), que
suben vídeos, tienen millones de visitas y perciben cantidades astronómicas. ¿Dónde
está el rechazo social ante tales barbaridades, dónde las barreras o las líneas
rojas que no deberíamos haber traspasado, dónde las pautas de una mínima
sensatez a seguir? Solo veo «mercado libre», en el mal sentido del término.
La
infancia en modo analógico es la infancia por antonomasia. Se puede ver en
cuadros, poemas, cuentos, novelas, películas, documentales… pero se está yendo
al garete en cuestión de una generación. Columpios, piedras, palos, agua,
charcos, pájaros, pelotas, lagartijas, sol, tierra, etc., son retazos de
infancia en analógico que ceden paso —con la complicidad de los padres, los
profesores y la sociedad en general— a la infancia en modo digital. Desde
ya, la infancia es y será, para muchas niñas y niños, una infancia en modo
digital.
- Mientras
tanto, preadolescentes cada vez más jóvenes se entretienen subiendo vídeos en
Tik Tok, en Instagram, en Facebook o Twitter… pero a cada rato surgen nuevas
posibilidades. La última que he conocido, OnlyFans, una red de pago que, por
ejemplo, ha permitido a una influencer que acaba de estrenar mayoría de
edad, Bhad Babie, hacerse millonaria gracias a los vídeos de tono erótico que
sube a la red. ¿Son estos los valores que queremos para nuestras hijas e
hijos? ¿Dónde quedó el «control parental» (suena mal; qué le vamos a hacer),
dónde el cuidado de la sociedad y de la familia por los pequeños? Porque
son cada vez más pequeñas, imagino que lo sabéis. ¿Qué dice la escuela, qué
aportan los medios de comunicación, qué dicen las familias? Por ahora, nada
o muy poco. Estas herramientas, y muchas otras, están transformando
completamente las pautas de comportamiento de nuestras hijas, nietos, hermanos,
y ni los políticos ni las instancias educativas ni la sociedad en su conjunto
parece prestar apenas atención. Al menos por ahora, al menos aquí, en este país
del extrarradio meridional de Europa.
Veo un nuevo
descuido de la sociedad hacia las franjas de edad situadas cerca de los
extremos en que se desarrolla la vida: etapas cada vez más tempranas de la
infancia, y etapas cada vez más tardías de la tercera edad. Mientras tanto, las
personas adultas que deberían cuidar de esas dos franjas vulnerables no parecen
tener nada que decir, pues andamos todas muy ajetreadas atendiendo nuestros
correspondientes dispositivos.
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Volviendo al
tema de la inquietud. No se me va, sigo con ella, casi a cada momento.
Siento
inquietud cuando en una reunión a dos —a tres; a cuatro…— el dispositivo móvil hace acto de presencia con cualquier
excusa y motivo, interrumpiendo charlas, aperitivos, comidas, tragos o cenas.
Cuando no es una llamada improrrogable es un mensaje ineludible, o bien una
consulta con cualquier excusa, casi sin avisar. Antes de que te des cuenta, tú
misma o cualquier otra persona ya está atendiendo ese nuevo destello, tono o
vibración inaplazable. Y si no es el aparato el que reclama tu atención, tú
misma/o te ocuparás de hacer uso del mismo con cualquier motivo, por ejemplo,
para consultar ese dato particular que, aunque si lo piensas bien es
irrelevante, en ese momento se nos antoja necesario.
Siento
inquietud cuando constato que los libros de papel, los diccionarios, los
periódicos y revistas, los cuadernos y las libretas de notas, por hablar de
medios escritos, parecen haberse vuelto súbitamente invisibles ante la
avalancha de información digital en todos los formatos imaginables. Y, sin
embargo, cualquiera puede comprobar que los soportes tradicionales de
información, de literatura y de arte son tan útiles —o más incluso— que los
digitales. Frente al surfeo ultra-ramificado que nos ofrecen las redes, con mil
posibilidades aquí y allá, con veinte frentes abiertos, imágenes, vídeos y
textos que pugnan en dura batalla por captar nuestra atención, un buen libro,
un buen diccionario, una buena guía, un buen mapa, un buen libro de recetas o incluso
un buen DVD suponen excelentes alternativas que han quedado muy injustamente olvidadas,
a causa de este tsunami de zapping-surfeo-multi-ramificado-digital que
parecemos estar sufriendo en masa.
El tema del
olvido de la lectura/escritura bien merece un libro. En los albores de la
revolución digital, a finales de los 80 (principios de los 90 en España),
cuando algunas personas empezaron a utilizar el correo electrónico, la
impresión siempre era la misma: fascinación y maravilla por podernos comunicar
con nuestros primos en Chile o en Australia sin apenas coste y —tal como se decía entonces— con inmediatez. La misiva
electrónica podía llegar efectivamente, de modo inmediato, si el destinatario
estaba conectado en ese momento. Pero lo importante era que este servicio de
mensajería estaba concebido al modo de la comunicación epistolar de los tiempos
analógicos. La mayor parte de la gente escribía cartas, más o menos largas, más
o menos elaboradas o bien escritas, elaboraba párrafos en los que se exponían,
o trataban de exponerse, ideas, conceptos, ilusiones… En fin, eran cartas como
las que aún se escribían de puño y letra. No imaginábamos que el concepto de
inmediatez iba a sufrir tantas mutaciones, y que los mensajes escritos iban a
quedar reducidos a meros apuntes telegráficos en los que ha dejado de tener
sentido plantear cualquier atisbo de corrección ortográfica y gramatical. Una
nueva lengua de signos ha nacido.
Siento
inquietud cuando veo a un número apabullante de congéneres pegados a su
dispositivo móvil en todas las circunstancias y ocasiones: mientras pasean a su
bebé —hay que aprovechar para hablar o mensajearse—; cuando conducen; en el supermercado —hay que aprovechar las posibles ofertas que
me llegan vía pantalla—; en la calle caminando, en el autobús o en el tren —una
excelente oportunidad para abandonarme al surfeo digital—; en los tiempos
muertos que hasta hace poco se empleaban en mirar a las musarañas; antes, durante y después de la ruta
por la montaña —hay que tenerlo todo atado y bien
atado para saber el cómo, el dónde, el cuándo, el cuánto—; cuando montan en bicicleta, muchas veces
sin siquiera detenerse; en la cocina mientras se prepara la comida o la cena
—actividades que parecen demasiado tibias para dedicarles plena atención—; cuando
atienden a sus necesidades fisiológicas —hay que aprovechar el hueco para
consultar wasap—; en la playa, en la montaña, en medio del lago; en un
concierto, en el cine, en el teatro, en el bar, en el restaurante (es fácil ver
parejas o grupos de amigos jóvenes alrededor de una mesa que parecen haberse
citado únicamente para sentirse acompañados mientras atienden sus dispositivos;
es fácil ver muchachas haciéndose selfies mientras esperan la comida
junto a una pareja, imagino que circunstancial, pues es bien sabida la utilidad
de los selfies como píldoras de promoción personal y es más que probable
que muchas de esas fotografías acaben depositadas en Tinder o en otra app
similar); mientras caminan en medio de un paisaje primaveral esplendente; cuando
asisten a una asamblea vecinal, a una reunión del AMPA o del colegio —somos muy
pocos ya los que seguimos pensando que es una falta de respeto y de educación—;
en misa, en un tanatorio, en un bautizo; en un examen; en una sala de
exposiciones; en el cine; en el teatro; en un concierto (de la música que sea),
en una charla o conferencia; en cualquier sala de espera —que ya no es de
espera, pues los momentos de espera han sido sustituidos por momentos de
actividad gracias a la pantalla táctil—; mientras hacen cola por cualquier
motivo, etc., etc., etc. Se os ocurrirán docenas de ejemplos.
¿Qué ha sucedido, qué ha pasado en
nuestras sociedades que ha transformado tan radicalmente el modo de estar en
el mundo? La cuestión interesante sería saber si los ingenieros, las
empresas y los ejecutivos de marketing que diseñaron los primeros prototipos
sabían lo que tenían entre manos y en qué se iba a convertir esto. No estoy
seguro.
Me causa estupor que la vida se haya
convertido para mucha gente —y en especial para la gente joven— en una sucesión
casi continua de consultas a la pantalla táctil, con o sin participación activa.
Todas y todos colaboramos en esta inmensa telaraña de mensajes, imágenes,
sonidos y vídeos que desde que empezó no deja de crecer, y que lo hace a un
ritmo cada vez mayor. La vida parece haberse convertido en una continua
inmersión o surfeo (según se mire) en el mundo digital, cada vez más
desconectados del entorno físico, real y tangible que nos rodea.
Siento inquietud porque parece que
muchos/as sapiens de nuestro tiempo parecen haber perdido por completo el
interés en captar la realidad directamente; en vez de ello, parecen
preferir con creces la intermediación que les ofrece la pantalla de su
dispositivo móvil. Y, más que eso, parecen más interesados en la retransmisión que
les permiten sus dispositivos que en el disfrute directo del paisaje, ya sea
urbano o rural. Además, parece haberse perdido la capacidad de descripción
literaria, de expresión mediante el lenguaje escrito u oral, ante la avalancha
de imágenes que pretenden decirlo todo, pero que, en la práctica, como no podía
ser menos, solo muestran una pequeña parte de la realidad. En estas sociedades
tan volcadas en lo digital, es la imagen, estática o en movimiento, la que
prevalece, la protagonista absoluta. No pidáis a nadie en un grupo de mensajería
instantánea que os describa con un mínimo de cordura o precisión lo que está
presenciando porque ni va a poder ni va a querer hacerlo. Sencillamente
preferirá seguir surfeando; eso sí, habrá abundancia de fotos, vídeos y memes,
más algunos eslóganes facilones escritos en letra grande.
Siento
inquietud porque —de nuevo vuelvo a los chavales— la revolución digital ha supuesto un completo cambio de
paradigma que afecta radicalmente a la instalación en el mundo de las
personitas y personas que están en edad de estudiar. Inquietud porque parece
casi inverosímil ver un estudiante con un periódico, con un libro o con una revista.
En vez de ello, ya sabéis lo que tienen entre manos. Un hábito que afecta de
ese modo a la atención de las personas tiene forzosamente que guardar relación
con su capacidad de concentración en el estudio. Pero nada de esto parece
reflejado, al menos por ahora, en ningún plan de estudios que conozca.
Siento
inquietud porque parece como si la gente tuviera de repente miedo a realizar acciones
en modo analógico que probaron su eficacia durante décadas, siglos muchas de
ellas, como pagar en metálico en un comercio (Bizum está arrasando), decidirnos a comprar en una tienda física (el poder sugestivo de Amazon es irresistible) e, incluso, preguntar al dependiente alguna duda técnica sobre una manguera o unos alicates (el gesto autómata es ya, lo sabéis bien, buscar en la red esa duda técnica o ese tutorial maravilloso, olvidando que una persona con experiencia es más valiosa que docenas de algoritmos); pulsar el botón de un portero automático, concertar una cita con
días de antelación (ahora es necesario hacer un grupo de Whatsapp, volcar en él la cita inicial y poblarlo ipso facto de posibilidades, contraofertas, alternativas, requiebros, vueltas, revueltas, comentarios, modificaciones, correcciones, aclaraciones..., ¿seguro que ganáis tiempo con ello?), escuchar música en un aparato de sonido (sea del tipo que
sea), caminar (solo caminar), preguntar a alguien dónde está la calle
que buscamos, consultar la hora en un reloj de pulsera, utilizar un teléfono fijo,
encender una linterna o una vela, etc., etc., etc. Todo parece haber quedado
inevitablemente sustituido por la tecnología única y omnipresente de pantalla
táctil. Obviamente no es miedo, sino una especie de fascinación —con frecuencia un poco cateta— ante los adelantos tecnológicos de interfaz
táctil.
Este asunto
particular, el del arrinconamiento de objetos y prácticas que hasta hace bien
poco eran de uso común, plantea un asunto bastante peliagudo: el del olvido o
desaprendizaje voluntario de un número creciente de esas prácticas o
conocimientos, más el abandono de prácticas que favorecían interacciones
sociales, por lo que sé beneficiosas. Es obvio que consultar un índice analítico
o de contenidos en un libro requiere un pequeño esfuerzo, como también lo
requieren buscar una definición en un diccionario, orientarse junto a un mapa y
una brújula o tratar de recordar el nombre de esta o aquella estrella en un
cielo nocturno estrellado; requiere un cierto esfuerzo estudiar reposadamente,
por ejemplo con una buena guía, la flor o las hojas de esta o aquella planta, y
también lo requiere acordarse del modo más sencillo de llegar a una calle, ya
sea en coche o caminando. También suponía un cierto esfuerzo utilizar el teléfono
de cable (muchos chavales ni siquiera saben que existe), un aparato
familiar que aguardaba pacientemente en el recibidor y que podía contestar cualquiera
que estuviera en casa o que pasara por allí. Cuando eras tú quien llamabas, no
sabías quién iba a contestar, lo cual te obligaba a una mínima preparación de
fórmulas de cortesía; por ejemplo, ese chico de 14 años estaba obligado a marcar
el dial y quizá a hablar con un adulto si quería comunicarse con tu hija. Y
suponía también un pequeño esfuerzo de memoria (o de anotación en una libreta o
agenda) recordar los datos de la cita para el sábado de la semana próxima en la
que os ibais a juntar unas cuantas personas; hoy, todas ya con dispositivo
activo y listo, necesitáis, como bien sabéis, docenas y docenas de mensajes y
audios para concretar, reconcretar, reprogramar, ajustar, precisar, puntualizar
y aclarar los múltiples flecos o dudas que pueden surgir a propósito de la
cita. ¿Estamos seguros de que, en este asunto particular, por poner un
ejemplo entre muchos, hemos salido ganando?
Es cierto, en muchos casos es mucho más sencillo, directo e inmediato, y sobre todo requiere mucho
menos esfuerzo, el utilizar el dispositivo, que nos guiará indicándonos con una
rayita en color vivo el camino que debemos seguir, nos dirá instantáneamente la
definición que buscamos, la especie vegetal o animal que tenemos delante, la
estrella azulada que brilla tanto, o esa canción que tarareábamos y cuyo nombre
no recordábamos, o nos pondrá en contacto, directa e inmediatamente, con la
persona deseada. Pero no puedo dejar de pensar en el efecto de atrofiamiento
que esta «delegación de funciones» está teniendo en los sapiens de todo el
planeta. Una delegación de funciones inconsciente, masiva y optimista frente a
la que no hay nada que hacer, pues llega arrasadoramente, como un tsunami. Este
atrofiamiento lleva aparejada, como podéis imaginar, una dependencia.
Dependencia creciente de la tecnología en cada vez más ámbitos. ¿Es esta
realmente la única opción posible? ¿Estamos seguros al menos de que es una
buena opción?
Siento
inquietud al conocer cada vez más personas que declaran ufanas que su única
fuente de información son las redes y lo que les llega a través de las
pantallas. Está bien estudiado el «efecto burbuja» que nos instala a cada uno
de nosotros en un espacio personal muy individualizado, es decir, que
crea nuestra realidad personal hecha a medida. Por supuesto que un buen medio
digital, un buen blog e incluso (con muchas más reservas) una buena cuenta de
una red social o un canal de Youtube que sigamos puede ser una buena fuente de
información. Pero si la información nos llega exclusivamente a través de la
pantalla, instintivamente siento recelo. La burbuja de la que hablan muchos
investigadores es al tiempo una burbuja de autocomplacencia y de
auto-aislamiento, dos efectos ciertamente inquietantes. Efectos que van en
sentido opuesto a dos características esenciales del conocimiento científico:
la búsqueda del consenso y la humildad.
Siento
inquietud cuando veo a tantas y tantas madres, padres, abuelas y abuelos poner
en manos de su casi-bebé, todavía en el carrito, el dispositivo móvil con la
intención de que la niña o niño se tranquilice, es decir, como si el móvil
fuera un sonajero. Pero NO ES UN SONAJERO, no es un juguete, es un dispositivo
con una enorme capacidad adictiva que estamos utilizando con total ligereza e
inconsciencia: madres y padres, abuelas y abuelos que seguramente son buenas
personas y desean lo mejor para los suyos e incluso para parte de su prójimo, y
que cuando ceden el dispositivo a sus pequeños lo hacen con la mejor de las
intenciones. Pero la mejor de las intenciones muchas veces no basta. Siento
inquietud cuando, sin darnos cuenta, incitamos a nuestras niñas y niños a
utilizar los dispositivos desde muy temprana edad, haciéndoles fotos y vídeos
con cualquier excusa y a cada momento, porque nos parece gracioso verles comer
ese helado de chocolate, escucharles recitar una canción o hacer una pequeña
acrobacia. Si no invitas a tus niñas y niños a tomar chucherías, chocolates y
bebidas azucaradas en cualquier oportunidad y por cualquier motivo, ¿por qué le
invitas casi de continuo a ponerse delante o detrás de la cámara del móvil en
cuanto se presenta la más mínima ocasión?
Siento
inquietud al ver cómo nos embarcamos en el último «adelanto» que nos ofrecen
las herramientas de comunicación, como siempre, sin consideraciones previas de
ningún tipo. Dos de las penúltimas tendencias, que vienen arrollando como todas
ellas, son la proliferación de los grupos de Whatsapp y los mensajes de voz.
¿Hay un cumpleaños, un grupo de primos, una clase del colegio, unos amigos de
cañas, un subgrupo dentro de un grupo que en algún momento necesitan hacer un
aparte? Tenemos la solución: hagamos instantáneamente el consabido grupo. Y
hala, a parlotear, a intercambiar opiniones, ideas, posturas, chorradas, memes,
vídeos, tonterías supremas, insultos, procacidades, lo que se os ocurra. Racimos
de grupos que surgen como setas y que dejan anonadado al que todavía tenga
capacidad de anonadamiento. Y al mismo tiempo, millones y millones de personas
caminando con la nueva postura sapiens-boca-micrófono, con la pantalla
del aparato hacia arriba, parloteando y parloteando sin cesar para mantener en
alto la tasa de comunicación y promoción personal, y al mismo tiempo
proponiendo una alternativa irresistible frente a la que lleva camino de
convertirse en la muy laboriosa y en desuso comunicación escrita, cuyo
instrumento, el idioma escrito, se está degradando a toda velocidad y quizá ya,
hoy mismo, en 2021, sea poco más que un registro culto, solo utilizado
por una minoría, algo así como era el latín hace unos siglos.
Mientras
tanto, las empresas involucradas en la tecnología digital —estadounidenses en su mayoría; chinas otras muchas, que
tratan de sacar tajada del pastel sin miramientos— siguen frotándose las manos, desde
las que nos surten de datos hasta las que fabrican circuitos integrados. El
imperio capitalista digital marcha a toda máquina.
Siento
inquietud al ver cómo una masa enorme de población se anima a promocionar y
vender su imagen personal, algo que hasta hace poco solo hacían algunas
personas dedicadas a las artes escénicas o que tenían una imagen pública, como algunos
periodistas, algunos artistas, algunos deportistas… Ahora casi todos queremos
vender y promocionar nuestra imagen subiendo continuamente facetas atractivas
de nuestras respectivas personas y esperando, de un modo u otro, obtener el
aplauso y el reconocimiento que, a nuestro juicio, merecemos. Claro está, hay
una doble cara: si el aplauso o el reconocimiento obtenido no son los
esperados, empiezan los problemas, las ansiedades, los dilemas y las angustias
íntimas. De esto saben cada vez más los psicólogos y psicólogas, por ejemplo, las
que tratan a población adolescente, por ser una franja de edad en que la
sensación de pertenencia a la tribu resulta esencial.
Y es que las
redes nos plantean esa (falsa) promesa de pertenencia a la tribu. Una quimera más
que surge de las tripas del capitalismo digital. Jaron Lanier lo expresa muy
claramente:
«La
retórica optimista de las empresas INCORDIO (Lanier se refiere con este término a todas las
empresas involucradas en el delirio digital al que asistimos; entre ellas, las
dueñas de las redes sociales y de los buscadores) gira en torno a los amigos
y a hacer que el mundo esté más conectado. Pero la ciencia revela la verdad.
Los estudios muestran un mundo que no está más conectado, sino que sufre de una
agudizada sensación de aislamiento.»
Jaron Lanier, Diez razones para borrar tus redes
sociales de inmediato (Razón 7)
Siento
inquietud al ver tantas y tantas madres y padres abandonarse sin mesura a la
navegación a través de sus pantallas táctiles sin mostrar ningún pudor,
conscientes muchos de ellos de que tienen una cierta adicción que deberían
tratar, pero sin ponerle freno de ningún tipo, sin ni siquiera intentarlo. Sin
pudor muestran sus necesidades impulsivas de hiperconexión a sus parejas, que
muy probablemente adolecen del mismo problema; y sin pudor desatan su adicción
ante sus hijas e hijos, sobrinas y sobrinos, desde que estos son bebés hasta
que se convierten, a su vez, en consumidores compulsivos de contenidos e
intercambios digitales. ¿Es este el ejemplo que queremos dar a nuestras
hijas e hijos? Si muchas personas, como yo, pensamos que efectivamente hay
un fuerte componente de adicción incontrolada a las pantallas, ¿no sería buena
idea tratar de sustituir el prestigio que tiene hoy todo lo digital por una
postura algo más cauta, más en línea con el mundo físico en el que a fin de
cuentas vivimos? Si está mal visto que una madre o un padre se
emborrachen, se droguen, jueguen a las máquinas tragaperras o fumen delante de
los chavales, ¿por qué esta otra adicción, sobre la cual hay ya múltiples
estudios bien asentados, se sigue tratando como algo aceptable, incluso
positivo o simpático?
Siento
inquietud porque hasta hace bien poco había una modalidad de padres y madres:
los ausentes; ausentes porque, por diversos motivos (exceso de trabajo, vida
social exuberante, afición desmedida a los bares o a otros vicios, etc.)
desatendían por completo sus obligaciones de madre y padre pues la mayor parte
del tiempo estaban en otra parte. Hoy en día vemos muchísima gente, de todas
las edades, que están continuamente en otra parte y en otro lugar; ausentes, en
definitiva; y en particular, padres y madres ausentes, con niñas y niños que
darían media vida por poder jugar y aprender con sus progenitores, pero que
están abandonados porque estos tienen entre manos algo más importante, más
perentorio, más urgente. No es de extrañar que la solución adoptada sea endosar
a las pequeñas criaturas, cada vez más criaturas, cada vez más pequeñas, el
correspondiente aparato para que ellas a su vez se enchufen a las maravillas
digitales.
Siento ganas
de decir cosas como: «Lo siento, me duelen los ojos, esto que me quieres
enseñar prefiero saltármelo», o «Perdona, no oigo bien; si no te
importa, prefiero no escuchar este vídeo o esta canción» cada vez que
alguien, con cualquier excusa y motivo, me coloca a escasos centímetros de la
cara el consabido aparato prismático con el fin de enseñarme «algo interesante».
Esa postura de rechazo es una defensa, no un ataque ni una exhibición de falta
de empatía; es una defensa de una forma de entender el mundo que no coincide
con la tuya, y que quiero seguir teniendo en la medida de las escasas
posibilidades que me quedan como mero individuo.
Sé bien que
mis ansiedades tienen un fuerte componente generacional; que alguien de menos
de, digamos, 25 años, si por un casual leyera esto, probablemente no entendería
nada y pensaría que un desconocido psicópata con una nueva patología está
poniendo en duda su modo de instalación en el mundo. Para tanta y tanta gente
joven, el dispositivo táctil es una prolongación de la propia persona, el medio
que les permite relacionarse con amigos, amantes, novias, familiares,
supervisores, jefes, vendedores, compradores, etc., etc., y para ellos es algo normal
estar pendientes del aparato casi en cualquier momento, en modo 24 horas ´ 7 días, sin interrupción. A fin de
cuentas, ese mensaje inaplazable de amor, de invitación o propuesta social, de
cotilleo, de organización para el trabajo del día siguiente, de información
supuestamente definitiva, etc., pueden y deben llegar en cualquier momento
(¡libertad individual ante todo!), y nuestra disponibilidad ha de ser, en
consecuencia, forzosamente ininterrumpida.
Es paradójico
que una tecnología que lleva el apelativo «móvil» tenga esta poderosísima
capacidad de atracción y de atadura. Porque atadura es lo que tienen muchos sapiens
con su dispositivo, incapaces de separarse de él siquiera sea por breves lapsos
de tiempo.
Sé bien que
los dispositivos táctiles se perciben como algo ineludible, necesario,
imprescindible para una vasta mayoría de la población, algo comprensible pues
muchos ámbitos de nuestra vida cotidiana han sido trasladados al entorno
digital en un proceso imparable, acelerado por la pandemia, y cada vez son más
los trámites administrativos, las comunicaciones de trabajo, las formas de
interacción social y los instrumentos de ocio que requieren el uso del
aparatito. No tenéis más que guardar un momento vuestro aparato y mirar a
vuestro alrededor mientras dais un paseo por cualquier lugar (pueblo, campo o
ciudad) para comprender que el mundo se ha transformado de arriba abajo: en
pocos años, casi todos nos hemos convertido en consumidores (casi) permanentes
de las luces y los sonidos digitales recibidos y emitidos por nuestro
dispositivo. Todo esto es obvio.
- Es
el modo en que muchas personas, cada vez más, se comunican con familiares y
amigos, en detrimento, de nuevo, de los canales analógicos.
- Cada
vez más personas lo necesitan (si bien muchas, al menos por ahora, solo piensan
que lo necesitan) en sus respectivos trabajos. Y es que la precarización de
la economía va de la mano del desarrollo de herramientas de comunicación
instantánea en modo 24 h × 7 días a la semana, pues tu jefa o jefe, tu contratante, tu cliente…,
pueden llamarte, y de hecho lo harán, cada vez con más frecuencia, a cualquier
hora del día o de la noche. Salvo para las afortunadas que aún conservéis las
condiciones laborales del pasado, cada vez más personas, y en especial las
personas jóvenes, se ven obligadas a tener una disponibilidad casi completa,
pues en cualquier momento pueden recibir un mensaje o llamada inaplazables. Cada
vez más y más personas nos hemos convertido en «taxistas» con el canal de radio
abierto por si entra un cliente.
-
Las
empresas de servicios con las que estamos obligados a tratar, más muchas otras tiendas
y plataformas virtuales de venta de objetos y servicios, insisten machaconamente
en que nos instalemos sus apps en el dispositivo, para nuestra comodidad
y sencillez en su trato con ellas. Nunca antes habían imaginado las empresas
que sus clientes, los que ya lo son y los que están por llegar, iban a estar
tan «a tiro de piedra», en todo momento, sin posibilidad de escape, gracias a
estas apps tan simpáticas que cada vez nos «solucionan» más trámites. Y
de paso, promociones, ofertas, descuentos, etc., y mientras tanto, minutos y
minutos de nuestro tiempo atendiendo gestiones que, muchas veces, no es al
usuario a quien de verdad benefician, sino a la empresa o corporación. ¿Estáis
seguras de que estamos ganando en sencillez?
- Además,
los dispositivos ofrecen la quimera del ocio universal, continuo y gratuito,
casi gratuito o a precio asequible. Juegos, música, series (las omnipresentes
series), películas, noticias… Todo esto, y mucho más, cada vez en mayor medida
se «disfruta» desde un terminal móvil. Solo tenéis que montar en un vagón de
metro o en un autobús para ver lo que hace la población de, digamos, menos de
35 años.
- A
todo lo anterior se suma el irresistible tirón de las redes sociales, en sus
múltiples formatos. Cada vez menos personas se resisten a las tentaciones de
participar —en mayor o menor medida, con mayor o menor discreción, con
mayor o menor diarrea dialéctica—
en una o varias redes sociales, que se han convertido en una especie de carnet
de identidad digital con el que pretendemos dejar claro quién somos, qué
cosas pensamos, hacemos, criticamos, valoramos, etc.
- Por
si todo lo anterior fuera poco, empleamos los aparatitos para facilitarnos muchas
tareas de nuestro día a día, como como llegar a una calle, iluminarnos por la
noche, consultar la meteorología, mirar la hora, comprobar cuánto hemos
caminado, etc., etc.
Entiendo que,
aparte de su enorme utilidad en nuestra vida diaria, los dispositivos también
actúan como «tabla de salvación anti-ansiedad» en nuestro día a día, pues los
menús de posibilidades son enormes: entretenimiento, comunicación, compras,
arrebatos líricos en cualquier red o grupo, etc., etc., etc., y podemos elegir
tal o cual cosa en función de nuestro estado de ánimo, con total libertad, pues
como sabéis el dispositivo es 100 % personal, individualizado y absolutamente
nuestro y de nadie más. Pero al mismo tiempo, las ansiedades que genera su uso
son también enormes, como bien sabréis. Dos ejemplos al azar: la ansiedad que
produce la simple idea de estar sin el dispositivo durante, digamos, un día; o
la ansiedad generada porque vuestro comentario, emoticono o fotografía no ha
tenido la acogida que esperabais.
Pensaréis que,
en cualquier caso, las ventajas y comodidades que os reporta superan con creces
cualquier inconveniente. Pensaréis que estos inconvenientes se pueden controlar
y que el uso que hacéis del dispositivo es racional y discreto, algo que
reclaman casi todas/os y que recuerda mucho al comentario del borracho del
grupo: «¡Ey, que yo controlo, tíos.». Sin embargo, las clínicas y los
comportamientos patológicos siguen en alza. Lo sabéis también.
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Hemos salido
de la caverna de la tribu, hemos salido de las aldeas, de los pueblos y de los
barrios, en los que la interacción social era constante y de roce físico diario.
Nos hemos desperdigado en una nueva era de migraciones, de empresas e
instituciones transnacionales y de turismo delirante que nos ha diseminado por
todo el planeta. Unas personas por necesidad, otras por deporte y otras muchas por
una mezcla de ambas cosas, miles de millones de sapiens viven lejos de
su «pueblo» o están en tránsito de un lado para otro; muchos se instalan en
lugares muy alejados de lo que sienten como su tierra. Cientos de
millones de personas tienen contactos, familiares, amigos, amantes, esposas, padres,
hijos o nietas a muchos kilómetros de distancia. De manera inevitable, las
necesidades de comunicación han crecido exponencialmente. Y por supuesto, estas
necesidades son atendidas muy gustosamente por toda una cohorte de empresas
tecnológicas que satisfacen nuestras imperiosas necesidades de comunicación.
En los años 60
mis padres vivieron en Australia. En esa época el teléfono era un artículo de
lujo, o casi, y funcionaban unas cartas-sobre que viajaban por correo aéreo; se
llamaban aerogramas y debían llegar en pocas semanas. Durante los cuatro
años que mi madre vivió allí, se comunicó con su madre únicamente por medio de estos
aerogramas. A pesar de esta comunicación en diferido —que hoy resultaría intolerable—,
mi madre mantuvo el contacto con su madre y, a través de ella, con su familia y
con su tierra de origen. En la actualidad, una simple estancia de vuestra hija
de tres semanas en Irlanda para aprender inglés genera una cantidad de datos de
comunicación (vídeos, audios, mensajes escritos, conversaciones telefónicas)
incomparablemente mayor que cuatro años de vida de toda una familia migrante en
los años 60: si paso a un Word las cartas de mi madre, probablemente ocupen
unas quince o veinte páginas, es decir, unos 50 kilobytes. Echad cuentas.
Las necesidades de comunicación de los
sapiens parecen haberse multiplicado por un millón en unos pocos años.
La instalación en el aquí y el ahora es a todas luces insuficiente para
muchos congéneres, que se ven impelidos a transitar distintas vías de
comunicación a cada paso y en cada momento. Veo a mucha gente —cada vez más
gente y cada vez durante más tiempo— clavada en la postura
«cabeza-cuello doblado-pantalla táctil-dedos deslizantes», enajenada/o
del lugar y del instante en el que está. Este lugar y este instante son, a mi
entender, más reales que cualquier sonido o mensaje procedentes de tu
dispositivo. Según muchas fuentes, es ese aquí y ahora lo que deberíamos
trabajar en nuestro día a día. Las herramientas de comunicación nos invitan de
continuo a estar, de alguna manera, «descentrados», lo cual muchas veces es necesario,
pues la vida obliga a atender múltiples obligaciones; pero más allá de las
obligaciones inexcusables, estar fuera de nosotros no puede convertirse en el
eje alrededor del cual gire nuestra vida. Pienso que más bien debería ser al
contrario: la mayor parte del tiempo deberíamos estar centrados en el aquí y el
ahora, y por supuesto estos momentos deberían complementarse con otros en los
que, por motivos instrumentales, salimos a buscar, sea lo que sea lo que
busquemos.
Frente al
encabronamiento que nos plantean a diario las redes, muchos youtubers,
los grupos de wasap, etc., os propongo frenar un poco, detener la locomotora
digital que se nos está yendo de las manos y apostar, también en este sentido,
por un decrecimiento consciente y sensato. Quedémonos con las muchas cosas
buenas que nos ofrecen las vías digitales de comunicación, instantánea o no. Y
sed cautas/os antes de lanzaros a cualquier nuevo «adelanto digital»; ninguno
de ellos parece satisfacer las necesidades radicales de los seres humanos.
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Sé que se
puede vivir en modo analógico, y que se puede llevar una vida muy digna
incluso, sin tanto trajín de comunicaciones, imágenes, audios y vídeos para
arriba y para abajo. He conocido otro mundo, sé que otros modos menos
delirantes de organización social, de interacción, de interconexión, son
posibles. Por ello decidí plantar un humilde monolito, marcar un hito en el
trayecto vital que estoy recorriendo y decir: «¡Basta, hasta aquí he llegado! A
partir de ahora, fuera de la jornada laboral, haré todo lo que pueda en modo
analógico.» Si en algún momento decidís tomar un camino parecido, me encantaría
compartir con vosotras las experiencias, seguro que son buenas.
Los retos que
se avecinan, lo sabéis bien, son enormes. Son muchas las autoras, los
investigadores, algunos economistas e incluso unos pocos políticos que están
advirtiendo de la singularidad del momento histórico que estamos viviendo.
Nuestras hijas, vuestros hijos y sobrinos deberán enfrentarse a desafíos quizá
aún inimaginables y a buen seguro deberán ponerse de acuerdo unos con otras
para tratar de resolverlos. Es maravilloso que las herramientas de conexión
digital permitan organizar eventos y marchas multitudinarias en tiempo récord,
pero al mismo tiempo los aparatos y sus apps están concebidos como
herramientas de uso ultra-hiper-mega-individualizado. Estos aparatos de uso
exclusivamente personal (¡atreveos a hurgar en uno ajeno!) nos encierran en una
burbuja y nos convierten en átomos sociales. Una burbuja muchas veces
bunkerizada, pero que seguramente ni es saludable ni desde luego es práctica,
si lo que queremos, por ejemplo, es cambiar de paradigma. Al fin y al cabo, un
montón de burbujas tienen la consistencia de la espuma, algo demasiado etéreo
para enfrentarse a los desafíos que parecen aguardar a la vuelta de la esquina.