miércoles, 12 de octubre de 2022

Minnie (mascotas versus animales, II)

Pregunto a mi amigo que qué le pasa, pues le noto taciturno. Casi no me deja terminar la frase:

“– ¿Que qué me pasa? ¿Qué me pasa, dices? Pues mira, pasa que el mundo de las mascotas se ha convertido en un desbarajuste más, en una muestra más de la extralimitación, de la desmesura de nuestra sociedad; una muestra más del hybris del que tanto habla Jorge Riechmann.”

“El rol que desempeñan los animales de compañía como sustitutos de criaturas humanas, si lo analizas un momento, es un poco neurótico.

“El mundo de las mascotas es una pieza más en el enorme engranaje capitalista, en el marco de un sistema económico que está conduciéndonos al desastre; piensa en toda la industria de los piensos y comida enlatada para animales domésticos; piensa en la cantidad de clínicas veterinarias que hay cerca de tu casa; piensa en la industria farmacéutica que provee de todas las vacunas reglamentarias, en los fabricantes de rascadores, de correas ¾con o sin luces led¾, de huesos de plástico, en los psicólogos de perros y gatos; en los hoteles y residencias caninas y gatunas, etc., etc., etc.

“Es una inmoralidad dedicar un auténtico presupuesto a tu perro, tu gata o tu loro en una sociedad tan empobrecida y con tantas carencias elementales.

“Es chocante en plan mal que los propietarios de animales de compañía piensen que «aman» los animales, cuando el mundo de las mascotas es una muestra más de nuestra dramática desconexión del entorno natural… Las mascotas son un invento humano más, que hemos fabricado a medida para proporcionarnos ciertos servicios. No son «animales de la naturaleza», son algo intermedio entre un animal propiamente dicho y un osito de peluche o un personaje del universo Disney. Proyectamos en ellos docenas de emociones, sentimientos, ansiedades… y así dejan de ser animales para convertirse en una especie de engendro que no se sabe muy bien qué es. Fíjate en todos esos gatos caseros… ¿a quién pueden caer bien? Son obesos, caprichosos, pesados, torpes y engreídos; lo tienen todo, nadan en la sobreabundancia, y aun así, a la mínima oportunidad depredan su entorno en busca de pájaros, reptiles y pequeños mamíferos. Más que a los gatos silvestres o asilvestrados, me recuerdan a los aristócratas gordinflones y culigordos que salen a cazar perdices por mero placer cinegético.

“Pero, además, por encima de todo eso, es de todo punto delirante el trato principesco que reciben muchas mascotas, en vívido contraste con la absoluta falta de atención, el olvido consciente, la trágica INSENSIBILIDAD hacia otros cuadrúpedos muy cercanos genéticamente a perros y gatos, pero que, a diferencia de estos, viven en condiciones infernales en granjas industriales de producción de carne, una parte de la cual se destina a la fabricación de piensos y comida enlatada para mascotas.”

Aquí mi amigo termina de hablar e inspira en plan bruto, parece más un energúmeno que un ser humano… y continúa su retahíla:

“Las autoras y autores que se dedican al tema candente del siglo XXI, léase, la crisis ecosocial en que estamos inmersos, hablan sin tapujos de sobrepoblación humana y afirman que la solución pasa por reducir drásticamente la demografía humana, por las buenas o por las malas. Pues bien, dado que la población de mascotas es una especie de extensión de la población humana, parece obvio que la recomendación debe extenderse también a los animalillos de compañía. La solución, si es que la hay, pasa por reducir y poner un poco de orden en este maremágnum de sapiens con perros, perras, gatas, gatos y demás animales disponibles en tiendas de mascotas.

“Se dice pronto, lo sé. La alternativa es seguir viendo personas paseando a perros por el parque al tiempo que atienden ansiosamente sus mensajes, hacen sus llamadas inaplazables o envían ese nuevo audio con especiales modulaciones de voz… mientras tú tienes que ir sorteando los excrementos. Porque, claro, son animales y, según dicen los propietarios, «es natural». Pero, si lo piensas bien, nada hay más contra natura que la mayor parte de las razas de perro y de gato. Muchas de ellas están en las antípodas de la selección natural; son un invento humano que se llevó a cabo con fines productivistas. Si no lo crees, infórmate un poco sobre las prácticas de los criadores de perros y sobre sus técnicas de selección para conseguir animales de pedigrí. Feo y antinatural lo mires como lo mires.

Cuando camino por el bosque, es emocionante encontrar un excremento de gineta, de comadreja, de zorro o de corzo. Cualquier persona sensible siente un leve cosquilleo al imaginar el tejón que ha pasado por ahí y ha dejado su deposición, muchas veces para marcar su territorio. Esos restos no huelen mal, los puedes diseccionar y es fácil encontrar granos y pieles de frutas, plumas, huesecillos y otros restos interesantes que dicen mucho de la dieta del animal. Merece la pena detenerse a analizarlos, son momentos poco frecuentes pero muy reveladores. ¿Entiendes la diferencia, propietario de mascota?

Esto último lo dijo recalcando las palabras, enrabietado y como con recochineo. Pero hubo más:

“Conclusión: menos personas, menos perros, menos gatos, menos hamsters y muchísimos menos smartphones. That’s the solution!

Y con esta soflama mi amigo gira bruscamente la esquina y se marcha haciendo aspavientos con las manos en el aire.

Estoy indignado. Primero, porque llevo varios minutos escuchándole, conteniéndome para no mirar la pantalla del celular después de varios avisos vibratorios; segundo, porque mi perrita Minnie lo ha estado mirando extasiada pero sin entenderle, y me parece fatal que hable así de animales sin saber nada de ellos; y tercero, porque Minnie hace caca donde le viene en gana. Estaría bueno. Es natural.

miércoles, 9 de junio de 2021

Inquietudes

En estos tiempos de zozobra creciente por una amenazante crisis ambiental global en ciernes, más una crisis migratoria que solo puede ir a más, más la segunda crisis económica del siglo multiplicada por la pandemia que nos ha dejado tiritando, siento una inquietud creciente a cuenta de la revolución digital que se ha colado mucho más silenciosamente que todo lo anterior y que, de repente, parece que se ha plantado delante de todas nosotras/os para decir «¡Aquí estoy, no trates de ignorarme porque he venido para quedarme, pequeño ingenuo!».

Alessandro Baricco sabe mucho más de esto que la mayoría, y en dos de sus libros (Los bárbaros y The game) expone sin dramatismos varios aspectos de la revolución digital. Con todas las reservas y siendo muy consciente de los peligros, el tono general de sus libros es de optimismo, de aceptación de esta nueva forma de entender la realidad que nos plantea la digitalización. He leído los libros, los he disfrutado, creo que tienen grandes hallazgos, y sin embargo mi inquietud ante la avalancha digital es creciente. Por varios motivos.

Por supuesto, como vosotras, siento inquietud por el posible acoso que mis hijas o tus sobrinos puedan sufrir a través de sus dispositivos móviles. Y también, como vosotros, siento inquietud por todas esas niñas, todos esos adolescentes y preadolescentes que, sin control parental de ningún tipo, están abandonados a su suerte en la selva digital y dedican prácticamente todo su tiempo libre al aparato táctil, con grave perjuicio de su rendimiento académico y, mucho peor aún, sujetos a brutales oleajes sentimentales derivados de la ausencia o abundancia de likes, corazoncitos, manitas hacia arriba/abajo, emoticonos, etc., cada vez que suban una foto o vídeo a las redes.

Y, como vosotras, siento gran inquietud por toda la gente que muestra a las claras un comportamiento adictivo ante las nuevas pantallitas rectangulares, cada vez más lindas, cada vez con más cámaras y más posibilidades. Es difícil resistirse a ellas, lo sabemos, pero también vemos que tienen un lado oscuro porque las clínicas de desintoxicación digital son una realidad creciente.

Siento una gran inquietud por lo anterior y por cualquier otra «crítica fácil» que podamos hacer, pero creo que el tema es demasiado peliagudo para quedarnos solo en las calorías extra que nos aporta la Coca-Cola. Creo que hay que tratar de encarar el tema de la dieta digital desde un enfoque mucho más amplio. Pero claro, no soy un experto, así que estos breves párrafos no son más que pinceladas, más bien torpes.

  • ¿De qué modo, cómo, cuándo y de qué manera se ha informado a la gente de, digamos, más de 70 años de lo que tienen entre manos cuando manejan, muchos de ellos torpemente, un dispositivo móvil? Porque, más que utilizar los dispositivos, veo que se les ha impuesto, y no han tenido otro remedio. ¿Realmente alguien cree que un móvil (o celular) está concebido para unos dedos con principios de artritis, para una capacidad visual y auditiva disminuida y para un pulso más bien incierto, como tiene mucha gente mayor? Les hemos dado a la fuerza una herramienta potentísima para la que muchos de ellos no estaban preparados, y aunque los más voluntariosos se han puesto manos a la obra y se dan maña con ella, no lo olvidéis: ha sido una imposición, muchos de ellos jamás hubieran tocado un aparatito si no fuera porque, por ejemplo, es en muchos casos el único modo que tienen de ver a sus queridas hijas y nietos. Creo que es un gesto feo, que entiendo inevitable en un mundo globalizado donde la aldea, el pueblo o la pequeña ciudad han sido sustituidas por una sociedad atomizada pero hiperconectada.
  • En el otro extremo, ¿de qué modo, cuándo y de qué manera se ha instruido a las niñas y niños a los que se presta, se regala o se cede un dispositivo? Porque no se percibe instrucción en ningún sitio, solo un número creciente de niños pendientes de los destellos de su aparato. Cada vez niñas y niños más pequeños andan enfrascados en su mundo digital, por ejemplo, subiendo fotos y vídeos graciosos, sugerentes o abiertamente «sexis», por más que las psicólogas/os infantiles vienen advirtiendo de los peligros que ello conlleva. En el suplemento de EL PAÍS del pasado 18 de abril había un artículo sobre nuevos influencers multimillonarios, muchos de ellos de corta edad (varios menores de 10 años), que suben vídeos, tienen millones de visitas y perciben cantidades astronómicas. ¿Dónde está el rechazo social ante tales barbaridades, dónde las barreras o las líneas rojas que no deberíamos haber traspasado, dónde las pautas de una mínima sensatez a seguir? Solo veo «mercado libre», en el mal sentido del término. 
 La infancia en modo analógico es la infancia por antonomasia. Se puede ver en cuadros, poemas, cuentos, novelas, películas, documentales… pero se está yendo al garete en cuestión de una generación. Columpios, piedras, palos, agua, charcos, pájaros, pelotas, lagartijas, sol, tierra, etc., son retazos de infancia en analógico que ceden paso con la complicidad de los padres, los profesores y la sociedad en general a la infancia en modo digital. Desde ya, la infancia es y será, para muchas niñas y niños, una infancia en modo digital.
  • Mientras tanto, preadolescentes cada vez más jóvenes se entretienen subiendo vídeos en Tik Tok, en Instagram, en Facebook o Twitter… pero a cada rato surgen nuevas posibilidades. La última que he conocido, OnlyFans, una red de pago que, por ejemplo, ha permitido a una influencer que acaba de estrenar mayoría de edad, Bhad Babie, hacerse millonaria gracias a los vídeos de tono erótico que sube a la red. ¿Son estos los valores que queremos para nuestras hijas e hijos? ¿Dónde quedó el «control parental» (suena mal; qué le vamos a hacer), dónde el cuidado de la sociedad y de la familia por los pequeños? Porque son cada vez más pequeñas, imagino que lo sabéis. ¿Qué dice la escuela, qué aportan los medios de comunicación, qué dicen las familias? Por ahora, nada o muy poco. Estas herramientas, y muchas otras, están transformando completamente las pautas de comportamiento de nuestras hijas, nietos, hermanos, y ni los políticos ni las instancias educativas ni la sociedad en su conjunto parece prestar apenas atención. Al menos por ahora, al menos aquí, en este país del extrarradio meridional de Europa.

Veo un nuevo descuido de la sociedad hacia las franjas de edad situadas cerca de los extremos en que se desarrolla la vida: etapas cada vez más tempranas de la infancia, y etapas cada vez más tardías de la tercera edad. Mientras tanto, las personas adultas que deberían cuidar de esas dos franjas vulnerables no parecen tener nada que decir, pues andamos todas muy ajetreadas atendiendo nuestros correspondientes dispositivos.

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Volviendo al tema de la inquietud. No se me va, sigo con ella, casi a cada momento.

Siento inquietud cuando en una reunión a dos a tres; a cuatro… el dispositivo móvil hace acto de presencia con cualquier excusa y motivo, interrumpiendo charlas, aperitivos, comidas, tragos o cenas. Cuando no es una llamada improrrogable es un mensaje ineludible, o bien una consulta con cualquier excusa, casi sin avisar. Antes de que te des cuenta, tú misma o cualquier otra persona ya está atendiendo ese nuevo destello, tono o vibración inaplazable. Y si no es el aparato el que reclama tu atención, tú misma/o te ocuparás de hacer uso del mismo con cualquier motivo, por ejemplo, para consultar ese dato particular que, aunque si lo piensas bien es irrelevante, en ese momento se nos antoja necesario.

Siento inquietud cuando constato que los libros de papel, los diccionarios, los periódicos y revistas, los cuadernos y las libretas de notas, por hablar de medios escritos, parecen haberse vuelto súbitamente invisibles ante la avalancha de información digital en todos los formatos imaginables. Y, sin embargo, cualquiera puede comprobar que los soportes tradicionales de información, de literatura y de arte son tan útiles —o más incluso— que los digitales. Frente al surfeo ultra-ramificado que nos ofrecen las redes, con mil posibilidades aquí y allá, con veinte frentes abiertos, imágenes, vídeos y textos que pugnan en dura batalla por captar nuestra atención, un buen libro, un buen diccionario, una buena guía, un buen mapa, un buen libro de recetas o incluso un buen DVD suponen excelentes alternativas que han quedado muy injustamente olvidadas, a causa de este tsunami de zapping-surfeo-multi-ramificado-digital que parecemos estar sufriendo en masa.

El tema del olvido de la lectura/escritura bien merece un libro. En los albores de la revolución digital, a finales de los 80 (principios de los 90 en España), cuando algunas personas empezaron a utilizar el correo electrónico, la impresión siempre era la misma: fascinación y maravilla por podernos comunicar con nuestros primos en Chile o en Australia sin apenas coste y tal como se decía entonces con inmediatez. La misiva electrónica podía llegar efectivamente, de modo inmediato, si el destinatario estaba conectado en ese momento. Pero lo importante era que este servicio de mensajería estaba concebido al modo de la comunicación epistolar de los tiempos analógicos. La mayor parte de la gente escribía cartas, más o menos largas, más o menos elaboradas o bien escritas, elaboraba párrafos en los que se exponían, o trataban de exponerse, ideas, conceptos, ilusiones… En fin, eran cartas como las que aún se escribían de puño y letra. No imaginábamos que el concepto de inmediatez iba a sufrir tantas mutaciones, y que los mensajes escritos iban a quedar reducidos a meros apuntes telegráficos en los que ha dejado de tener sentido plantear cualquier atisbo de corrección ortográfica y gramatical. Una nueva lengua de signos ha nacido.

Siento inquietud cuando veo a un número apabullante de congéneres pegados a su dispositivo móvil en todas las circunstancias y ocasiones: mientras pasean a su bebé hay que aprovechar para hablar o mensajearse; cuando conducen; en el supermercado —hay que aprovechar las posibles ofertas que me llegan vía pantalla—; en la calle caminando, en el autobús o en el tren —una excelente oportunidad para abandonarme al surfeo digital—; en los tiempos muertos que hasta hace poco se empleaban en mirar a las musarañas; antes, durante y después de la ruta por la montaña hay que tenerlo todo atado y bien atado para saber el cómo, el dónde, el cuándo, el cuánto—; cuando montan en bicicleta, muchas veces sin siquiera detenerse; en la cocina mientras se prepara la comida o la cena —actividades que parecen demasiado tibias para dedicarles plena atención—; cuando atienden a sus necesidades fisiológicas —hay que aprovechar el hueco para consultar wasap—; en la playa, en la montaña, en medio del lago; en un concierto, en el cine, en el teatro, en el bar, en el restaurante (es fácil ver parejas o grupos de amigos jóvenes alrededor de una mesa que parecen haberse citado únicamente para sentirse acompañados mientras atienden sus dispositivos; es fácil ver muchachas haciéndose selfies mientras esperan la comida junto a una pareja, imagino que circunstancial, pues es bien sabida la utilidad de los selfies como píldoras de promoción personal y es más que probable que muchas de esas fotografías acaben depositadas en Tinder o en otra app similar); mientras caminan en medio de un paisaje primaveral esplendente; cuando asisten a una asamblea vecinal, a una reunión del AMPA o del colegio —somos muy pocos ya los que seguimos pensando que es una falta de respeto y de educación—; en misa, en un tanatorio, en un bautizo; en un examen; en una sala de exposiciones; en el cine; en el teatro; en un concierto (de la música que sea), en una charla o conferencia; en cualquier sala de espera —que ya no es de espera, pues los momentos de espera han sido sustituidos por momentos de actividad gracias a la pantalla táctil—; mientras hacen cola por cualquier motivo, etc., etc., etc. Se os ocurrirán docenas de ejemplos.

¿Qué ha sucedido, qué ha pasado en nuestras sociedades que ha transformado tan radicalmente el modo de estar en el mundo? La cuestión interesante sería saber si los ingenieros, las empresas y los ejecutivos de marketing que diseñaron los primeros prototipos sabían lo que tenían entre manos y en qué se iba a convertir esto. No estoy seguro.

Me causa estupor que la vida se haya convertido para mucha gente —y en especial para la gente joven— en una sucesión casi continua de consultas a la pantalla táctil, con o sin participación activa. Todas y todos colaboramos en esta inmensa telaraña de mensajes, imágenes, sonidos y vídeos que desde que empezó no deja de crecer, y que lo hace a un ritmo cada vez mayor. La vida parece haberse convertido en una continua inmersión o surfeo (según se mire) en el mundo digital, cada vez más desconectados del entorno físico, real y tangible que nos rodea.

Siento inquietud porque parece que muchos/as sapiens de nuestro tiempo parecen haber perdido por completo el interés en captar la realidad directamente; en vez de ello, parecen preferir con creces la intermediación que les ofrece la pantalla de su dispositivo móvil. Y, más que eso, parecen más interesados en la retransmisión que les permiten sus dispositivos que en el disfrute directo del paisaje, ya sea urbano o rural. Además, parece haberse perdido la capacidad de descripción literaria, de expresión mediante el lenguaje escrito u oral, ante la avalancha de imágenes que pretenden decirlo todo, pero que, en la práctica, como no podía ser menos, solo muestran una pequeña parte de la realidad. En estas sociedades tan volcadas en lo digital, es la imagen, estática o en movimiento, la que prevalece, la protagonista absoluta. No pidáis a nadie en un grupo de mensajería instantánea que os describa con un mínimo de cordura o precisión lo que está presenciando porque ni va a poder ni va a querer hacerlo. Sencillamente preferirá seguir surfeando; eso sí, habrá abundancia de fotos, vídeos y memes, más algunos eslóganes facilones escritos en letra grande.

Siento inquietud porque de nuevo vuelvo a los chavales la revolución digital ha supuesto un completo cambio de paradigma que afecta radicalmente a la instalación en el mundo de las personitas y personas que están en edad de estudiar. Inquietud porque parece casi inverosímil ver un estudiante con un periódico, con un libro o con una revista. En vez de ello, ya sabéis lo que tienen entre manos. Un hábito que afecta de ese modo a la atención de las personas tiene forzosamente que guardar relación con su capacidad de concentración en el estudio. Pero nada de esto parece reflejado, al menos por ahora, en ningún plan de estudios que conozca.

Siento inquietud porque parece como si la gente tuviera de repente miedo a realizar acciones en modo analógico que probaron su eficacia durante décadas, siglos muchas de ellas, como pagar en metálico en un comercio (Bizum está arrasando), decidirnos a comprar en una tienda física (el poder sugestivo de Amazon es irresistible) e, incluso, preguntar al dependiente alguna duda técnica sobre una manguera o unos alicates (el gesto autómata es ya, lo sabéis bien, buscar en la red esa duda técnica o ese tutorial maravilloso, olvidando que una persona con experiencia es más valiosa que docenas de algoritmos); pulsar el botón de un portero automático, concertar una cita con días de antelación (ahora es necesario hacer un grupo de Whatsapp, volcar en él la cita inicial y poblarlo ipso facto de posibilidades, contraofertas, alternativas, requiebros, vueltas, revueltas, comentarios, modificaciones, correcciones, aclaraciones..., ¿seguro que ganáis tiempo con ello?), escuchar música en un aparato de sonido (sea del tipo que sea), caminar (solo caminar), preguntar a alguien dónde está la calle que buscamos, consultar la hora en un reloj de pulsera, utilizar un teléfono fijo, encender una linterna o una vela, etc., etc., etc. Todo parece haber quedado inevitablemente sustituido por la tecnología única y omnipresente de pantalla táctil. Obviamente no es miedo, sino una especie de fascinación —con frecuencia un poco cateta ante los adelantos tecnológicos de interfaz táctil.

Este asunto particular, el del arrinconamiento de objetos y prácticas que hasta hace bien poco eran de uso común, plantea un asunto bastante peliagudo: el del olvido o desaprendizaje voluntario de un número creciente de esas prácticas o conocimientos, más el abandono de prácticas que favorecían interacciones sociales, por lo que sé beneficiosas. Es obvio que consultar un índice analítico o de contenidos en un libro requiere un pequeño esfuerzo, como también lo requieren buscar una definición en un diccionario, orientarse junto a un mapa y una brújula o tratar de recordar el nombre de esta o aquella estrella en un cielo nocturno estrellado; requiere un cierto esfuerzo estudiar reposadamente, por ejemplo con una buena guía, la flor o las hojas de esta o aquella planta, y también lo requiere acordarse del modo más sencillo de llegar a una calle, ya sea en coche o caminando. También suponía un cierto esfuerzo utilizar el teléfono de cable (muchos chavales ni siquiera saben que existe), un aparato familiar que aguardaba pacientemente en el recibidor y que podía contestar cualquiera que estuviera en casa o que pasara por allí. Cuando eras tú quien llamabas, no sabías quién iba a contestar, lo cual te obligaba a una mínima preparación de fórmulas de cortesía; por ejemplo, ese chico de 14 años estaba obligado a marcar el dial y quizá a hablar con un adulto si quería comunicarse con tu hija. Y suponía también un pequeño esfuerzo de memoria (o de anotación en una libreta o agenda) recordar los datos de la cita para el sábado de la semana próxima en la que os ibais a juntar unas cuantas personas; hoy, todas ya con dispositivo activo y listo, necesitáis, como bien sabéis, docenas y docenas de mensajes y audios para concretar, reconcretar, reprogramar, ajustar, precisar, puntualizar y aclarar los múltiples flecos o dudas que pueden surgir a propósito de la cita. ¿Estamos seguros de que, en este asunto particular, por poner un ejemplo entre muchos, hemos salido ganando?

Es cierto, en muchos casos es mucho más sencillo, directo e inmediato, y sobre todo requiere mucho menos esfuerzo, el utilizar el dispositivo, que nos guiará indicándonos con una rayita en color vivo el camino que debemos seguir, nos dirá instantáneamente la definición que buscamos, la especie vegetal o animal que tenemos delante, la estrella azulada que brilla tanto, o esa canción que tarareábamos y cuyo nombre no recordábamos, o nos pondrá en contacto, directa e inmediatamente, con la persona deseada. Pero no puedo dejar de pensar en el efecto de atrofiamiento que esta «delegación de funciones» está teniendo en los sapiens de todo el planeta. Una delegación de funciones inconsciente, masiva y optimista frente a la que no hay nada que hacer, pues llega arrasadoramente, como un tsunami. Este atrofiamiento lleva aparejada, como podéis imaginar, una dependencia. Dependencia creciente de la tecnología en cada vez más ámbitos. ¿Es esta realmente la única opción posible? ¿Estamos seguros al menos de que es una buena opción?

Siento inquietud al conocer cada vez más personas que declaran ufanas que su única fuente de información son las redes y lo que les llega a través de las pantallas. Está bien estudiado el «efecto burbuja» que nos instala a cada uno de nosotros en un espacio personal muy individualizado, es decir, que crea nuestra realidad personal hecha a medida. Por supuesto que un buen medio digital, un buen blog e incluso (con muchas más reservas) una buena cuenta de una red social o un canal de Youtube que sigamos puede ser una buena fuente de información. Pero si la información nos llega exclusivamente a través de la pantalla, instintivamente siento recelo. La burbuja de la que hablan muchos investigadores es al tiempo una burbuja de autocomplacencia y de auto-aislamiento, dos efectos ciertamente inquietantes. Efectos que van en sentido opuesto a dos características esenciales del conocimiento científico: la búsqueda del consenso y la humildad.

Siento inquietud cuando veo a tantas y tantas madres, padres, abuelas y abuelos poner en manos de su casi-bebé, todavía en el carrito, el dispositivo móvil con la intención de que la niña o niño se tranquilice, es decir, como si el móvil fuera un sonajero. Pero NO ES UN SONAJERO, no es un juguete, es un dispositivo con una enorme capacidad adictiva que estamos utilizando con total ligereza e inconsciencia: madres y padres, abuelas y abuelos que seguramente son buenas personas y desean lo mejor para los suyos e incluso para parte de su prójimo, y que cuando ceden el dispositivo a sus pequeños lo hacen con la mejor de las intenciones. Pero la mejor de las intenciones muchas veces no basta. Siento inquietud cuando, sin darnos cuenta, incitamos a nuestras niñas y niños a utilizar los dispositivos desde muy temprana edad, haciéndoles fotos y vídeos con cualquier excusa y a cada momento, porque nos parece gracioso verles comer ese helado de chocolate, escucharles recitar una canción o hacer una pequeña acrobacia. Si no invitas a tus niñas y niños a tomar chucherías, chocolates y bebidas azucaradas en cualquier oportunidad y por cualquier motivo, ¿por qué le invitas casi de continuo a ponerse delante o detrás de la cámara del móvil en cuanto se presenta la más mínima ocasión?

Siento inquietud al ver cómo nos embarcamos en el último «adelanto» que nos ofrecen las herramientas de comunicación, como siempre, sin consideraciones previas de ningún tipo. Dos de las penúltimas tendencias, que vienen arrollando como todas ellas, son la proliferación de los grupos de Whatsapp y los mensajes de voz. ¿Hay un cumpleaños, un grupo de primos, una clase del colegio, unos amigos de cañas, un subgrupo dentro de un grupo que en algún momento necesitan hacer un aparte? Tenemos la solución: hagamos instantáneamente el consabido grupo. Y hala, a parlotear, a intercambiar opiniones, ideas, posturas, chorradas, memes, vídeos, tonterías supremas, insultos, procacidades, lo que se os ocurra. Racimos de grupos que surgen como setas y que dejan anonadado al que todavía tenga capacidad de anonadamiento. Y al mismo tiempo, millones y millones de personas caminando con la nueva postura sapiens-boca-micrófono, con la pantalla del aparato hacia arriba, parloteando y parloteando sin cesar para mantener en alto la tasa de comunicación y promoción personal, y al mismo tiempo proponiendo una alternativa irresistible frente a la que lleva camino de convertirse en la muy laboriosa y en desuso comunicación escrita, cuyo instrumento, el idioma escrito, se está degradando a toda velocidad y quizá ya, hoy mismo, en 2021, sea poco más que un registro culto, solo utilizado por una minoría, algo así como era el latín hace unos siglos.

Mientras tanto, las empresas involucradas en la tecnología digital estadounidenses en su mayoría; chinas otras muchas, que tratan de sacar tajada del pastel sin miramientos siguen frotándose las manos, desde las que nos surten de datos hasta las que fabrican circuitos integrados. El imperio capitalista digital marcha a toda máquina.

Siento inquietud al ver cómo una masa enorme de población se anima a promocionar y vender su imagen personal, algo que hasta hace poco solo hacían algunas personas dedicadas a las artes escénicas o que tenían una imagen pública, como algunos periodistas, algunos artistas, algunos deportistas… Ahora casi todos queremos vender y promocionar nuestra imagen subiendo continuamente facetas atractivas de nuestras respectivas personas y esperando, de un modo u otro, obtener el aplauso y el reconocimiento que, a nuestro juicio, merecemos. Claro está, hay una doble cara: si el aplauso o el reconocimiento obtenido no son los esperados, empiezan los problemas, las ansiedades, los dilemas y las angustias íntimas. De esto saben cada vez más los psicólogos y psicólogas, por ejemplo, las que tratan a población adolescente, por ser una franja de edad en que la sensación de pertenencia a la tribu resulta esencial.

Y es que las redes nos plantean esa (falsa) promesa de pertenencia a la tribu. Una quimera más que surge de las tripas del capitalismo digital. Jaron Lanier lo expresa muy claramente:

«La retórica optimista de las empresas INCORDIO (Lanier se refiere con este término a todas las empresas involucradas en el delirio digital al que asistimos; entre ellas, las dueñas de las redes sociales y de los buscadores) gira en torno a los amigos y a hacer que el mundo esté más conectado. Pero la ciencia revela la verdad. Los estudios muestran un mundo que no está más conectado, sino que sufre de una agudizada sensación de aislamiento.»

Jaron Lanier, Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato (Razón 7)

Siento inquietud al ver tantas y tantas madres y padres abandonarse sin mesura a la navegación a través de sus pantallas táctiles sin mostrar ningún pudor, conscientes muchos de ellos de que tienen una cierta adicción que deberían tratar, pero sin ponerle freno de ningún tipo, sin ni siquiera intentarlo. Sin pudor muestran sus necesidades impulsivas de hiperconexión a sus parejas, que muy probablemente adolecen del mismo problema; y sin pudor desatan su adicción ante sus hijas e hijos, sobrinas y sobrinos, desde que estos son bebés hasta que se convierten, a su vez, en consumidores compulsivos de contenidos e intercambios digitales. ¿Es este el ejemplo que queremos dar a nuestras hijas e hijos? Si muchas personas, como yo, pensamos que efectivamente hay un fuerte componente de adicción incontrolada a las pantallas, ¿no sería buena idea tratar de sustituir el prestigio que tiene hoy todo lo digital por una postura algo más cauta, más en línea con el mundo físico en el que a fin de cuentas vivimos? Si está mal visto que una madre o un padre se emborrachen, se droguen, jueguen a las máquinas tragaperras o fumen delante de los chavales, ¿por qué esta otra adicción, sobre la cual hay ya múltiples estudios bien asentados, se sigue tratando como algo aceptable, incluso positivo o simpático?

Siento inquietud porque hasta hace bien poco había una modalidad de padres y madres: los ausentes; ausentes porque, por diversos motivos (exceso de trabajo, vida social exuberante, afición desmedida a los bares o a otros vicios, etc.) desatendían por completo sus obligaciones de madre y padre pues la mayor parte del tiempo estaban en otra parte. Hoy en día vemos muchísima gente, de todas las edades, que están continuamente en otra parte y en otro lugar; ausentes, en definitiva; y en particular, padres y madres ausentes, con niñas y niños que darían media vida por poder jugar y aprender con sus progenitores, pero que están abandonados porque estos tienen entre manos algo más importante, más perentorio, más urgente. No es de extrañar que la solución adoptada sea endosar a las pequeñas criaturas, cada vez más criaturas, cada vez más pequeñas, el correspondiente aparato para que ellas a su vez se enchufen a las maravillas digitales.

Siento ganas de decir cosas como: «Lo siento, me duelen los ojos, esto que me quieres enseñar prefiero saltármelo», o «Perdona, no oigo bien; si no te importa, prefiero no escuchar este vídeo o esta canción» cada vez que alguien, con cualquier excusa y motivo, me coloca a escasos centímetros de la cara el consabido aparato prismático con el fin de enseñarme «algo interesante». Esa postura de rechazo es una defensa, no un ataque ni una exhibición de falta de empatía; es una defensa de una forma de entender el mundo que no coincide con la tuya, y que quiero seguir teniendo en la medida de las escasas posibilidades que me quedan como mero individuo.

Sé bien que mis ansiedades tienen un fuerte componente generacional; que alguien de menos de, digamos, 25 años, si por un casual leyera esto, probablemente no entendería nada y pensaría que un desconocido psicópata con una nueva patología está poniendo en duda su modo de instalación en el mundo. Para tanta y tanta gente joven, el dispositivo táctil es una prolongación de la propia persona, el medio que les permite relacionarse con amigos, amantes, novias, familiares, supervisores, jefes, vendedores, compradores, etc., etc., y para ellos es algo normal estar pendientes del aparato casi en cualquier momento, en modo 24 horas ´ 7 días, sin interrupción. A fin de cuentas, ese mensaje inaplazable de amor, de invitación o propuesta social, de cotilleo, de organización para el trabajo del día siguiente, de información supuestamente definitiva, etc., pueden y deben llegar en cualquier momento (¡libertad individual ante todo!), y nuestra disponibilidad ha de ser, en consecuencia, forzosamente ininterrumpida.

Es paradójico que una tecnología que lleva el apelativo «móvil» tenga esta poderosísima capacidad de atracción y de atadura. Porque atadura es lo que tienen muchos sapiens con su dispositivo, incapaces de separarse de él siquiera sea por breves lapsos de tiempo.

Sé bien que los dispositivos táctiles se perciben como algo ineludible, necesario, imprescindible para una vasta mayoría de la población, algo comprensible pues muchos ámbitos de nuestra vida cotidiana han sido trasladados al entorno digital en un proceso imparable, acelerado por la pandemia, y cada vez son más los trámites administrativos, las comunicaciones de trabajo, las formas de interacción social y los instrumentos de ocio que requieren el uso del aparatito. No tenéis más que guardar un momento vuestro aparato y mirar a vuestro alrededor mientras dais un paseo por cualquier lugar (pueblo, campo o ciudad) para comprender que el mundo se ha transformado de arriba abajo: en pocos años, casi todos nos hemos convertido en consumidores (casi) permanentes de las luces y los sonidos digitales recibidos y emitidos por nuestro dispositivo. Todo esto es obvio.

  • Es el modo en que muchas personas, cada vez más, se comunican con familiares y amigos, en detrimento, de nuevo, de los canales analógicos.
  • Cada vez más personas lo necesitan (si bien muchas, al menos por ahora, solo piensan que lo necesitan) en sus respectivos trabajos. Y es que la precarización de la economía va de la mano del desarrollo de herramientas de comunicación instantánea en modo 24 h × 7 días a la semana, pues tu jefa o jefe, tu contratante, tu cliente…, pueden llamarte, y de hecho lo harán, cada vez con más frecuencia, a cualquier hora del día o de la noche. Salvo para las afortunadas que aún conservéis las condiciones laborales del pasado, cada vez más personas, y en especial las personas jóvenes, se ven obligadas a tener una disponibilidad casi completa, pues en cualquier momento pueden recibir un mensaje o llamada inaplazables. Cada vez más y más personas nos hemos convertido en «taxistas» con el canal de radio abierto por si entra un cliente.
  • Las empresas de servicios con las que estamos obligados a tratar, más muchas otras tiendas y plataformas virtuales de venta de objetos y servicios, insisten machaconamente en que nos instalemos sus apps en el dispositivo, para nuestra comodidad y sencillez en su trato con ellas. Nunca antes habían imaginado las empresas que sus clientes, los que ya lo son y los que están por llegar, iban a estar tan «a tiro de piedra», en todo momento, sin posibilidad de escape, gracias a estas apps tan simpáticas que cada vez nos «solucionan» más trámites. Y de paso, promociones, ofertas, descuentos, etc., y mientras tanto, minutos y minutos de nuestro tiempo atendiendo gestiones que, muchas veces, no es al usuario a quien de verdad benefician, sino a la empresa o corporación. ¿Estáis seguras de que estamos ganando en sencillez? 
  • Además, los dispositivos ofrecen la quimera del ocio universal, continuo y gratuito, casi gratuito o a precio asequible. Juegos, música, series (las omnipresentes series), películas, noticias… Todo esto, y mucho más, cada vez en mayor medida se «disfruta» desde un terminal móvil. Solo tenéis que montar en un vagón de metro o en un autobús para ver lo que hace la población de, digamos, menos de 35 años.
  • A todo lo anterior se suma el irresistible tirón de las redes sociales, en sus múltiples formatos. Cada vez menos personas se resisten a las tentaciones de participar en mayor o menor medida, con mayor o menor discreción, con mayor o menor diarrea dialéctica— en una o varias redes sociales, que se han convertido en una especie de carnet de identidad digital con el que pretendemos dejar claro quién somos, qué cosas pensamos, hacemos, criticamos, valoramos, etc.
  • Por si todo lo anterior fuera poco, empleamos los aparatitos para facilitarnos muchas tareas de nuestro día a día, como como llegar a una calle, iluminarnos por la noche, consultar la meteorología, mirar la hora, comprobar cuánto hemos caminado, etc., etc.

Entiendo que, aparte de su enorme utilidad en nuestra vida diaria, los dispositivos también actúan como «tabla de salvación anti-ansiedad» en nuestro día a día, pues los menús de posibilidades son enormes: entretenimiento, comunicación, compras, arrebatos líricos en cualquier red o grupo, etc., etc., etc., y podemos elegir tal o cual cosa en función de nuestro estado de ánimo, con total libertad, pues como sabéis el dispositivo es 100 % personal, individualizado y absolutamente nuestro y de nadie más. Pero al mismo tiempo, las ansiedades que genera su uso son también enormes, como bien sabréis. Dos ejemplos al azar: la ansiedad que produce la simple idea de estar sin el dispositivo durante, digamos, un día; o la ansiedad generada porque vuestro comentario, emoticono o fotografía no ha tenido la acogida que esperabais.

Pensaréis que, en cualquier caso, las ventajas y comodidades que os reporta superan con creces cualquier inconveniente. Pensaréis que estos inconvenientes se pueden controlar y que el uso que hacéis del dispositivo es racional y discreto, algo que reclaman casi todas/os y que recuerda mucho al comentario del borracho del grupo: «¡Ey, que yo controlo, tíos.». Sin embargo, las clínicas y los comportamientos patológicos siguen en alza. Lo sabéis también.

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Hemos salido de la caverna de la tribu, hemos salido de las aldeas, de los pueblos y de los barrios, en los que la interacción social era constante y de roce físico diario. Nos hemos desperdigado en una nueva era de migraciones, de empresas e instituciones transnacionales y de turismo delirante que nos ha diseminado por todo el planeta. Unas personas por necesidad, otras por deporte y otras muchas por una mezcla de ambas cosas, miles de millones de sapiens viven lejos de su «pueblo» o están en tránsito de un lado para otro; muchos se instalan en lugares muy alejados de lo que sienten como su tierra. Cientos de millones de personas tienen contactos, familiares, amigos, amantes, esposas, padres, hijos o nietas a muchos kilómetros de distancia. De manera inevitable, las necesidades de comunicación han crecido exponencialmente. Y por supuesto, estas necesidades son atendidas muy gustosamente por toda una cohorte de empresas tecnológicas que satisfacen nuestras imperiosas necesidades de comunicación.

En los años 60 mis padres vivieron en Australia. En esa época el teléfono era un artículo de lujo, o casi, y funcionaban unas cartas-sobre que viajaban por correo aéreo; se llamaban aerogramas y debían llegar en pocas semanas. Durante los cuatro años que mi madre vivió allí, se comunicó con su madre únicamente por medio de estos aerogramas. A pesar de esta comunicación en diferido que hoy resultaría intolerable—, mi madre mantuvo el contacto con su madre y, a través de ella, con su familia y con su tierra de origen. En la actualidad, una simple estancia de vuestra hija de tres semanas en Irlanda para aprender inglés genera una cantidad de datos de comunicación (vídeos, audios, mensajes escritos, conversaciones telefónicas) incomparablemente mayor que cuatro años de vida de toda una familia migrante en los años 60: si paso a un Word las cartas de mi madre, probablemente ocupen unas quince o veinte páginas, es decir, unos 50 kilobytes. Echad cuentas.

Las necesidades de comunicación de los sapiens parecen haberse multiplicado por un millón en unos pocos años. La instalación en el aquí y el ahora es a todas luces insuficiente para muchos congéneres, que se ven impelidos a transitar distintas vías de comunicación a cada paso y en cada momento. Veo a mucha gente —cada vez más gente y cada vez durante más tiempo— clavada en la postura «cabeza-cuello doblado-pantalla táctil-dedos deslizantes», enajenada/o del lugar y del instante en el que está. Este lugar y este instante son, a mi entender, más reales que cualquier sonido o mensaje procedentes de tu dispositivo. Según muchas fuentes, es ese aquí y ahora lo que deberíamos trabajar en nuestro día a día. Las herramientas de comunicación nos invitan de continuo a estar, de alguna manera, «descentrados», lo cual muchas veces es necesario, pues la vida obliga a atender múltiples obligaciones; pero más allá de las obligaciones inexcusables, estar fuera de nosotros no puede convertirse en el eje alrededor del cual gire nuestra vida. Pienso que más bien debería ser al contrario: la mayor parte del tiempo deberíamos estar centrados en el aquí y el ahora, y por supuesto estos momentos deberían complementarse con otros en los que, por motivos instrumentales, salimos a buscar, sea lo que sea lo que busquemos.

Frente al encabronamiento que nos plantean a diario las redes, muchos youtubers, los grupos de wasap, etc., os propongo frenar un poco, detener la locomotora digital que se nos está yendo de las manos y apostar, también en este sentido, por un decrecimiento consciente y sensato. Quedémonos con las muchas cosas buenas que nos ofrecen las vías digitales de comunicación, instantánea o no. Y sed cautas/os antes de lanzaros a cualquier nuevo «adelanto digital»; ninguno de ellos parece satisfacer las necesidades radicales de los seres humanos.

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Sé que se puede vivir en modo analógico, y que se puede llevar una vida muy digna incluso, sin tanto trajín de comunicaciones, imágenes, audios y vídeos para arriba y para abajo. He conocido otro mundo, sé que otros modos menos delirantes de organización social, de interacción, de interconexión, son posibles. Por ello decidí plantar un humilde monolito, marcar un hito en el trayecto vital que estoy recorriendo y decir: «¡Basta, hasta aquí he llegado! A partir de ahora, fuera de la jornada laboral, haré todo lo que pueda en modo analógico.» Si en algún momento decidís tomar un camino parecido, me encantaría compartir con vosotras las experiencias, seguro que son buenas.

Los retos que se avecinan, lo sabéis bien, son enormes. Son muchas las autoras, los investigadores, algunos economistas e incluso unos pocos políticos que están advirtiendo de la singularidad del momento histórico que estamos viviendo. Nuestras hijas, vuestros hijos y sobrinos deberán enfrentarse a desafíos quizá aún inimaginables y a buen seguro deberán ponerse de acuerdo unos con otras para tratar de resolverlos. Es maravilloso que las herramientas de conexión digital permitan organizar eventos y marchas multitudinarias en tiempo récord, pero al mismo tiempo los aparatos y sus apps están concebidos como herramientas de uso ultra-hiper-mega-individualizado. Estos aparatos de uso exclusivamente personal (¡atreveos a hurgar en uno ajeno!) nos encierran en una burbuja y nos convierten en átomos sociales. Una burbuja muchas veces bunkerizada, pero que seguramente ni es saludable ni desde luego es práctica, si lo que queremos, por ejemplo, es cambiar de paradigma. Al fin y al cabo, un montón de burbujas tienen la consistencia de la espuma, algo demasiado etéreo para enfrentarse a los desafíos que parecen aguardar a la vuelta de la esquina.