El coronel Paul Tibbets se sentía algo indispuesto. Al poco
tiempo de dejar atrás el pequeño islote de las Marianas, empezaron a asaltarle
de nuevo sus dudas. Sandra era una muchacha estupenda, eso era indudable. Era
guapa, tenía un tipo excelente, era cariñosa e inteligente. Además, se dejaba
la piel en su trabajo. Era el ejemplo para las enfermeras que compartían turno
con ella en el hospital militar de Tinian. Además, y lo más importante, hacer
el amor con ella era una experiencia que no había conocido antes. Betty, su
prometida en Quincy, Illinois, era reacia a tener relaciones completas y solo
había accedido tras muchos ruegos y con no pocas reservas; por el contrario, Sandra
no ofrecía resistencia alguna. Ya fuera por la situación de emergencia
continua, por su forma de ser, por el amor que había surgido entre ambos, lo
cierto es que no podía quitársela de la cabeza. Y, sin embargo, los
preparativos de boda seguían a buen ritmo y, si todo iba bien, a principios de
octubre se produciría el –en otras circunstancias– feliz acontecimiento. Ahora
no sabía qué pensar. Anduvo dándole vueltas al asunto, una y otra vez… Miró a
su izquierda. A lo lejos vio, pequeña y alargada, la isla de Tanegashima… le
recordaba el encendedor que le había regalado Sandra dos días antes. Y esto le
transportó de nuevo a las tórridas noches en el café cantante de Tachungnya,
donde tantas románticas veladas había pasado y, a buen seguro, volvería a pasar
con Sandra… «¡Oh, Sandra, mi Sandra! ¡Oh, mi pequeña Betty!», pensó,
ensimismado.
–Mire, capitán, se empieza a ver la línea de
costa –Robert Lewis, el copiloto, le sacó momentáneamente de sus
ensimismamientos–.
Después de tres tazas de café, Robert empezaba
a entonarse. Dos noches atrás, la juerga se había prolongado hasta altas horas
de la madrugada. Aún no se había recuperado. No recordaba haber bebido nunca
tanto ron. Pero los compañeros habían decidido celebrar la feliz recuperación
de Tony Bennet, y él no quería perdérselo. Sabía que esta misión era importante
y que debía encontrarse en forma, pero la borrachera fue tan absoluta que aún
no había conseguido recuperarse del todo. Lo que sí recordaba era la
conversación que había tenido con Mike, el encargado de la cantina. Debían
encontrar un modo de llevar ese ron a New Jersey: estaba convencido de que
tenía enormes posibilidades comerciales. Era suave, muy aromático y
sorprendentemente barato. Pero, ¿cómo hacerlo? «La guerra está terminando,
Robert; déjalo de mi cuenta, solo necesito una contraparte local, ¡y esa eres
tú!» Robert asintió. Sabía que Mike era un hombre honesto a su modo y estaba
dispuesto a convertirse en su socio comercial. Lo que había en juego era algo
grande y no iba a dejar pasar la oportunidad.
–Cinco minutos para objetivo –dijo con voz
clara Van Kirk–.
–OK –respondió Ferebees.
Pero era un OK algo desvaído. Y no por falta
de sueño; estaba lúcido como una
luciérnaga. Había estado durmiendo en vuelo durante más de diez horas, hasta
hacía algo menos de cuarenta y cinco minutos. Desde que despertó volvió a solazarse en el recuerdo del partido del pasado martes: dispuso de nuevo mentalmente a los jugadores en el último lanzamiento. Tenía en sus manos su bate preferido. Enfrente, un lanzador no muy
experimentado que le miraba con cierta aprensión trató de lanzar fuerte y al
despiste. No consiguió su objetivo. Thomas enganchó la bola en un golpe casi
perfecto que la sacó del recinto: el y sus compañeros empezaron a recorrer el
circuito en calmada carrera, entre los gritos de enfado e impotencia de los
oponentes. «Aún tenéis mucho que aprender, muchachos», pensó mientras
balanceaba atléticamente sus fornidas extremidades. Completó el circuito
bastante antes de que la bola regresara a la base, entre gritos de entusiasmo
de sus compañeros y de algunas muchachas locales que miraban con admiración
esos descomunales cuerpos norteamericanos.
Treinta segundos antes del punto
preestablecido, Ferebee se concentró en el mapa que tenía enfrente. La bahía se
extendía ante sus ojos; ya distinguían perfectamente los canales de Honkawa y
Motoyasu. Unos segundos más y empezarían el camino de vuelta. El próximo martes
había de nuevo partido, y de nuevo iba a mostrar a esos muchachotes quién era
Thomas Ferebee. Los capullos del Boston Red Sox no habían creído en él, pero
eso no le importaba. Había encontrado su sitio.
–¡Ahora! –se oyó clara e indistintamente.
Post data: este verídico relato está dedicado
a las mujeres y los hombres que consideran, no sin parte de razón, que por
encima de los problemas del mundo están
nuestras vidas propias, las íntimas, las personales, las que definen nuestra
vida y nuestras motivaciones. A todas ellas, a todos ellos, les dedico, con un
cariño algo tétrico, estos pedazos de vidas. Importantes, como las vuestras,
como la mía, claro está.