En EEUU se ha forjado una palabra entre
atemorizante y violenta: hooded, esto
es, encapuchado y, añado, mal encarado. Resultan sospechosos en muchos
contextos y, de entrada, deben ser vigilados.
Es cierto: si les quitaras la capucha,
descubrirías a algunos de esos jóvenes que cumplen el estereotipo: monopatín, rap o reaggetón, drogas varias y cierto grado de violencia larvada o
explícita.
Pero no son los únicos
encapuchados. Y es que son muchas las gentes que os quieren dar gato por liebre. Si siguieras retirando
capuchas, descubrirías todo tipo de personajes: entre el (literalmente)
encapuchado policía que se infiltra para ayudar a repartir hostias y el (también
literalmente) encapuchado monje franciscano, caben una infinidad de personajes
encapotados, disfrazados, travestidos, o como quieras llamarles: ejecutivos de
alta gama, políticos sinvergüenzas, periodistas hipócritas que ocultan sus
filiaciones…
Hasta aquí todo en
orden. Lo que pasa es que también existen otros encapuchados, con menos fama
pero no menos encubridores. Si sigues destapando, verías también montones de
capuchas en las filas sindicalistas, en las columnas «de izquierdas» (¡!), en
muchos y muchas trabajadoras/es de las administraciones y de empresas e
instituciones públicas, en huelguistas ultraindignados, en libertarios y
ácratas, etc…
Así que, entre unos y
otros, hay una multitud de encapuchados de muy diversos tipos. Imagino que el
ansia de alguna forma de cobertura, plumaje o traje ocultador es connatural al
género humano, algo que necesitamos no solo para abrigarnos, sino para
protegernos y ocultarnos frente a los demás. Con intenciones que pueden ser
tanto defensivas como ofensivas. Yo mismo dispongo de una razonable colección
de capotes en el armario, y echo mano de uno u otro en función de las
circunstancias.
Sobre esto último,
podemos releer Caperucita Roja. Los
dos protagonistas están ocultos, aunque de distinto modo. ¿Quién es el bueno y
quién el malo?