I
Durante lustros, en amplias áreas del territorio nacional, la educación en el único idioma que compartimos está arrinconaína, al fondo del aula, sin atreverse a rechistar, «por imperativo legal». Niños y niñas, chicos y chicas que comparten cultura y DNI conmigo tienen negado el derecho.Por decreto, alumnos y profesores han de recibir e impartir las clases en lenguas vernáculas de variada procedencia (animadas por un hálito celta las unas, engarzadas en costumbres y tradiciones prehistóricas las otras, herederas de culturas inefables todas ellas). Por ley, las manifestaciones culturales diferenciadas son subvencionadas, apoyadas institucionalmente, publicitadas, contempladas con sumo agrado, mientras que las compartidas se desenvuelven con frecuencia en la sombra, sin tales ayudas ni parabienes. Por norma, periodistas y periodistos acatan (salvo raras excepciones poco significativas por su poca coherencia) esa norma lingüística y cultural. ¡Quién se atreve a criticar las manifestaciones culturales, sean del pelaje que sean!
II
Algunos políticos extranjeros de fácil ridiculización ibérica (es decir, superficial, primitiva y eslogánica) atrévense (¡se van a enterar!) a decir que los inmigrantes tienen que aprender las lenguas y aceptar la cultura de los países de acogida. ¡OOOOOOOOOHHHHHHH! ¡Faccista, Fasciste, Fasciiiiistas!Para encontrar los comportamientos que ellos tratan de describir -muy penosamente- con las palabrejas al uso, me temo que, por desgracia nuestra, no es necesario cruzar las fronteras.
La «normalización» lingüística y cultural lleva poniéndose en práctica, y no de palabra sino de facto, desde hace bastante tiempo por aquí cerquita, al otro lado del río. Y sus efectos son patentes desde hace unos años. Todo tiene su rédito.