«¿Qué será eso?», me pregunté, y me precipité a la terraza para mirar hacia arriba. El sol chocaba contra mis ojos y tardé en percatarme de la tenue manta de píxeles alados que cubría el cielo. ¡Demonios, son cigüeñas! Docenas y docenas de cigüeñas volando sobre el enorme caserío de Madrid, montando una tremenda algarabía que, por una vez, no procedía de las verbenas o fiestas de origen humano, sino de una de las pocas porciones de naturaleza salvaje que aún se pueden contemplar. Parecían desconcertadas a tenor de sus bandazos... a un lado, a otro, arremolinándose, al este, al oeste, al norte. Si estaban jugando, era un juego no exento de ansiedad.
«¡Que encuentren el camino, quiero que lo encuentren!», pensé para mis adentros. Dentro del movimiento hormigueante predominaba la componente este, y hacia allá, hacia el Retiro, las vi dirigirse. «¡Mal asunto, pobres cigüeñas!» Por un momento consideré la posibilidad de que se perdieran en un lugar tan inhóspito como debe ser este visto desde el cielo. Pero no... ¡puf!, respiré hondo: finalmente parecieron coger un rumbo más o menos firme, en dirección nordeste, en busca de algún marjal. «Buen camino», pensé, «van hacia Guadalajara; buena tierra.»
En la foto solo se ven unas pocas, eran muchas, muchas más, todas juntas en grata compañía.